Paris 1
Un día, Eda, me preguntó ¿Que tiene de especial Paris? Otro día, Kim me pregunto ¿Por que te tardas tanto en contestar algunas preguntas? Aquí les contesto sobre algo, que he elaborado desde el 2001.
🛤️ Entre rieles y muros: mi primer despertar en París
Lo que encontré al llegar no fue la postal que imaginaba, sino algo mucho más crudo… y humano.
Dormí mal, como suele pasar en los trenes nocturnos. Había salido de Barcelona al anochecer, con una mezcla de nervios y entusiasmo. Era mi primera vez rumbo a París, y la idea de dormir en una litera mientras cruzaba la frontera entre España y Francia me parecía casi romántica, como un eco moderno de los grandes viajes europeos del siglo XX.
La litera era estrecha, metálica, funcional. Un compartimiento con lo justo: una manta, una almohada, el murmullo lejano del vagón de al lado, y ese traqueteo hipnótico que parecía decir estás yendo a algún lugar importante. Me dormí tarde y desperté temprano, cuando los primeros rayos del sol comenzaban a colarse por la rendija de la cortina.
Ya estábamos en las afueras de París.
Desplegué la tela de la ventana con cierto ritual, esperando ver —ingenuamente— un amanecer parisino sobre cúpulas lejanas, quizás la silueta de la Torre Eiffel o una hilera de tejados grises con chimeneas humeantes. Pero no. Lo que vi me dejó sin palabras, aunque no por su belleza.
A ambos lados de las vías, la ciudad me recibió con una brutal honestidad: muros interminables cubiertos de grafitis. No uno, ni unos cuantos, sino cientos, tal vez miles. Cada tramo del recorrido final era una galería caótica de aerosol y rebeldía.
Había firmas ilegibles en letras góticas, coloridas piezas de wildstyle, mensajes políticos en francés que no entendía del todo, retratos de rostros melancólicos con ojos enormes, figuras abstractas y caricaturas deformes. Algunas composiciones eran verdaderamente artísticas, con trazos precisos y paletas bien pensadas. Otras eran solo manchas, garabatos, marcas de territorio o gritos de presencia.
Las paredes de los edificios que daban a las vías estaban igual. Graffitis en balcones, techos, depósitos abandonados, incluso en los pilares de los pasos elevados. Una superposición de expresiones que hablaban de una ciudad mucho más áspera de lo que había imaginado.
El tren avanzaba lentamente hacia la Gare d’Austerlitz, y yo observaba esa otra cara de París con una mezcla de desconcierto y fascinación. Sentí que estaba entrando a una ciudad que no quería ser idealizada, que prefería mostrarse como era: compleja, intensa, contradictoria. No la París de los clichés, sino la París real, vivida, rayada, intervenida.
Durante mucho tiempo no supe cómo interpretar esa primera imagen. ¿Me había decepcionado? ¿Me había preparado para una postal demasiado pulida? Hoy, años después, sé que fue una bienvenida poderosa, incluso valiente. Aquella franja de muros pintarrajeados me abrió la puerta a un París más humano, uno que no se esconde tras la belleza clásica, sino que se desborda, se pronuncia, se reinventa desde sus márgenes.
Y eso, creo, vale mucho más que cualquier postal perfecta.


